¿QUÉ ES EL RUBOR EN EL ESPÍRITU SANTO?

David Wilkerson

“Porque desde el más chico de ellos hasta el más grande, cada uno sigue la avaricia; y desde el profeta hasta el sacerdote, todos son engañadores… ¿Se han avergonzado de haber hecho abominación? Ciertamente no se han avergonzado, ni aun saben tener vergüenza; por tanto, caerán entre los que caigan; cuando los castigue caerán, dice Jehová” (Jeremías 6:13,15).

El profeta Jeremías vio la terrible condición que venía sobre el pueblo de Dios. Escondieron los pecados que habían empezado a practicar, detrás de una máscara de paz y seguridad superficiales. La ambición y codicia había tomado tal control de sus corazones que camuflaban sus dolores con un quebrantamiento carnal. Sus vidas enteras se habían tornado superficiales: lágrimas superficiales, arrepentimiento superficial, incluso sanidad superficial.

El pueblo de Dios había perdido su noción de vergüenza y dolor por el pecado; por el pecado en toda la sociedad y por el pecado en sus propias vidas. Ya no sentían el odio y la ira de Dios contra la iniquidad. El pecado se había convertido en “una de esas cosas”.

Jeremías clamó: “¿Se han avergonzado cuando pecaron? ¡No! No se avergonzaron en absoluto, ¡no se ruborizaron!”

El “rubor” en el Espíritu Santo no es tan sólo tener las mejillas enrojecidas debido a una simple modestia. Es sentirse heridos, avergonzados, devastados: dolidos porque el nombre y la pureza de Jesús, nuestro Señor han sido pisoteadas, Su reputación ha sido manchada.

“Endurecieron sus rostros más que la piedra, no quisieron convertirse” (Jeremías 5:3). Ellos estaban cometiendo adulterio al acostarse con prostitutas y al desear la mujer de su prójimo. En el versículo 11 del mismo capítulo, ¡Jeremías la llamó rebelión directa contra el Señor!

A pesar de todas las advertencias proféticas hechas por Jeremías, este pueblo se fue por su antojado camino, diciendo: “No vendrá mal sobre nosotros, ni veremos espada ni hambre” (versículo 12). “El juicio no es el mensaje de Dios para nosotros”, dijeron.

Dios advirtió a su pueblo que prestaran oído a las instrucciones de las palabras dadas a ellos, o Él se alejaría de ellos. “Corrígete, Jerusalén, para que no se aparte mi alma de ti” (Jeremías 6:8). Y una vez más, Dios dijo: “¡Estoy hablando claramente! ¡Estoy advirtiendo! Pero, ¿quién está oyendo?”