“DIGA EL DÉBIL: FUERTE SOY”
Todos somos culpables de incredulidad a veces. A menudo nos enfrentamos a otra lucha y permitimos que el enemigo nos desaliente. Podríamos desarrollar sentimientos de inexplicable soledad o, al experimentar un sentimiento de total incapacidad, nos convencemos de que el Señor no nos oye. Un clamor brota de nuestros corazones: “Dios, ¿dónde estás? Yo oro, ayuno, estudio tu Palabra. ¿Por qué no me libras de esto?”
Vamos al lugar secreto de oración, pero no tenemos ganas de orar. Nuestras almas están secas, vacías, exhaustas de nuestras luchas, sin embargo, no nos atrevemos a acusar al Señor de ser negligente de nuestra condición. Así que simplemente nos acercamos débilmente a él en lo que percibimos como humildad. Con la cabeza gacha, decimos con desaliento: “Señor, no te culpo. Tú eres bueno y amable conmigo. Yo soy el problema, te he fallado tanto”.
¡Espera! Eso no es humildad. Por el contrario, es un verdadero insulto a un Padre que nos adoptó con una promesa de pacto de amarnos y apoyarnos durante toda nuestra vida. Cuando le decimos cuán malos somos, cuán débiles, vacíos e inútiles somos para él, estamos despreciando todo lo que él ha logrado en nosotros. Esto aflige a nuestro Padre celestial.
Cada vez que nos desanimamos en nuestra fe, el Espíritu Santo nos hablará en términos muy claros. “Basta ya de esta autocompasión. ¡Levántate! Eres amado, llamado y elegido, y te he bendecido con mi Palabra”. Debemos disciplinarnos para recordar todo lo que Dios nos ha ayudado a atravesar. Debemos gozarnos, sabiendo que él está satisfecho con lo que ha hecho por nosotros.
Es posible que hayas pasado pruebas vez tras vez. Ahora ha llegado el momento de que tú tomes una decisión. Dios quiere una fe que soporte la prueba definitiva y él te da su Palabra para que puedas triunfar. Si él te ordena que hagas algo, te proporcionará el poder y la fuerza para obedecer: “Diga el débil: Fuerte soy” (Joel 3:10). “Fortaleceos en el Señor, y en el poder de su fuerza” (Efesios 6:10).