Descansando en el Amor de Dios
Dios nos dice: “Dame, hijo mío, tu corazón” (Proverbios 23:26). Su amor exige que le correspondamos, que le devolvamos un amor total, indiviso, que requiere todo nuestro corazón, alma, mente y fuerza. Sin embargo, el Señor nos dice en términos claros: “No puedes ganarte mi amor. El amor que te doy es inmerecido”. Juan escribe: “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero” (1 Juan 4:19).
Nadie se despierta un día y decide alejarse del pecado y seguir a Jesús. No, el Espíritu Santo de Dios llega al desierto de nuestras vidas, nos muestra nuestro estado perdido y nos hace sentir miserables en nuestro pecado. Nuestro Padre nos envió su palabra para mostrarnos la verdad, envió su Espíritu para darnos convicción de pecado; y luego él mismo vino por nosotros. ¡Lo hizo todo por nosotros!
David expresa un reposo en su amor por Dios al escribir: “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra” (Salmos 73:25). El corazón que ama al Señor deja completamente de buscar consuelo en otra parte. Más bien, encuentra pleno contentamiento en él. La misericordia de Dios es mejor que la vida misma.
Tal corazón también se regocija en su amor por Dios. Cuando un hijo de Dios sabe cuánto lo ama su Padre, su alma se llena de deleite. Nuestro amor por el Padre debe ser transmitido a través de su Hijo. Jesús dice: “Nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6). Es sólo por Cristo que somos aceptados por el Padre y tenemos acceso a él.
Dios puso toda su bondad, amor, misericordia y gloria en su hijo y envió a Jesús a manifestar y revelarnos esa gloria. Así, Cristo viene a nosotros como la imagen expresa de nuestro amoroso Padre. “Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi amor” (Juan 15:9).
Cuando encuentres una verdadera intimidad con el Padre, podrás caminar en su gloria, ¡todos los días de tu vida!