Convirtiéndonos en Personas de Oración

David Wilkerson (1931-2011)

En Jeremías 5, Dios suplicó: “Recorred las calles de Jerusalén, y mirad ahora, e informaos; buscad en sus plazas a ver si halláis hombre, si hay alguno que haga justicia, que busque verdad; y yo la perdonaré” (Jeremías 5:1). El Señor estaba diciendo, en esencia, “Seré misericordioso, si puedo encontrar una sola persona que me busque”.

Durante el cautiverio en Babilonia, Dios halló en Daniel, a un hombre así. Cuando el Espíritu Santo vino a Daniel, el profeta estaba leyendo el libro de Jeremías y preguntando por qué Dios no estaba liberando a Israel después de los 70 años prometidos. Cuando llegó la revelación de que Israel no se había arrepentido, Daniel se sintió provocado a orar: “Y volví mi rostro a Dios el Señor, buscándole en oración y ruego, en ayuno, cilicio y ceniza. Y oré a Jehová mi Dios e hice confesión” (Daniel 9:3-4).

Daniel sabía que el pueblo de Dios había fallado, pero ¿arremetió el profeta contra sus compañeros por sus pecados? No. Daniel se identificó con la decadencia moral que lo rodeaba. Él declaró: “Hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos hecho impíamente, y hemos sido rebeldes, y nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus ordenanzas... Oh Jehová, nuestra es la confusión de rostro, de nuestros reyes, de nuestros príncipes y de nuestros padres; porque contra ti pecamos” (Daniel 9:5, 8).

Dios desea fuertemente bendecir a su pueblo hoy, pero si nuestras mentes están contaminadas con el espíritu de este mundo, no estaremos en posición de recibir sus bendiciones. Daniel hizo esta poderosa declaración: “Todo este mal vino sobre nosotros; y no hemos implorado el favor de Jehová nuestro Dios, para convertirnos de nuestras maldades y entender tu verdad. Por tanto, Jehová veló sobre el mal y lo trajo sobre nosotros; porque justo es Jehová nuestro Dios en todas sus obras que ha hecho, porque no obedecimos a su voz” (Daniel 9:13-14).

Debemos examinar nuestro propio caminar con el Señor y dejar que el Espíritu Santo nos muestre las áreas en las que hemos cedido. Deberíamos hacer más que orar por una nación que se aparta. Deberíamos estar clamando: “Oh, Señor, escudriña mi corazón. Expón en mí todo el espíritu del mundo que se ha infiltrado en mi alma”. Podríamos entonces, como Daniel, fijar nuestros rostros para orar por la liberación de nuestras familias y nuestra nación.

 
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