Dirigidos por el Espíritu
Cuando el Espíritu descendió sobre sus discípulos, ellos perdieron el miedo. Cuando fueron al templo a testificar, el Espíritu Santo hizo que sus palabras fueran cortantes y convincentes, como espadas que atravesaban el corazón. Predicaron el evangelio con poder y autoridad porque tenían el fuego del Espíritu Santo dentro de ellos.
Bajo esta predicación ungida, unas cinco mil personas fueron salvadas en poco tiempo. Incluso sacerdotes fueron convertidos. Más derramamientos ocurrieron en aldeas cercanas, ciudades distantes e incluso entre gentiles.
La mejor parte de esta increíble escena es que la iglesia recibió todas sus instrucciones del Espíritu Santo. Nada sucedió hasta que los discípulos se encerraron con el Señor, ayunaron y oraron. Cuando hicieron esto, el Espíritu comenzó a dirigir cada uno de sus movimientos.
Algo más sucedió que fue muy importante. Los discípulos debían llevar el evangelio a todas las naciones y a todos los pueblos, pero la tradición judía les prohibía incluso tocar la ropa de un gentil. ¿Cómo se suponía que llevarían las buenas nuevas a personas con las que ni siquiera se les permitía relacionarse? Parecía una orden imposible porque incluso los judíos conversos se aferraban a estos prejuicios.
La proclamación generalizada del evangelio comenzó solo cuando el Espíritu Santo tomó el control. El Espíritu visitó a Pedro en una azotea durante su tiempo diario de oración. “Volvió la voz a él la segunda vez: Lo que Dios limpió, no lo llames tú común” (Hechos 10:15). Dios le dijo a Pedro: “No te atrevas a llamar inmundo lo que yo he santificado y purificado. Ahora, baja, porque algunos gentiles están llamando a tu puerta. Quiero que vayas con ellos y les prediques acerca de Jesús”.
El Espíritu Santo había resuelto el problema del prejuicio de la noche a la mañana. Abrió el mundo gentil al evangelio simplemente hablando a sus seguidores. Todo fue claramente dirigido desde el cielo.
Los poderosos creyentes del primer siglo recibieron todas sus órdenes del Espíritu Santo, “enviados por el Espíritu Santo” (Hechos 13:4). Nunca hicieron nada hasta que estuvieron a solas con Dios, ayunaron y oraron. Fue entonces cuando el Espíritu Santo les respondió dándoles instrucciones claras.