El Espíritu de Súplica
La palabra “súplica” (ver Zacarías 12:10, NVI) nunca se usa en la Biblia excepto para denotar un clamor u oración que se vocaliza. En otras palabras, no es privado ni meditativo; la súplica tiene que ver con la voz.
La palabra hebrea para súplica significa “una rama de olivo envuelta con lana o alguna clase de tela, agitada por un suplicante que busca paz o rendición”. Estas fueron llamadas “ramas de súplica”. En pocas palabras, eran banderas que públicamente significaban un clamor de rendición total e incondicional.
Imagínate a un soldado cansado de la batalla, andrajoso y desgastado, agotado y abrumado, atrapado en una trinchera de obstinación. Está completamente solo, cansado y demacrado, y ha llegado al fin de sí mismo. Él rompe la rama de un árbol y le ata su camiseta blanca, la alza y sale de su trinchera gritando: “Me rindo. ¡Me rindo!"
Eso es súplica. Dice: “Me rindo. Ya no puedo pelear esta batalla. Estoy perdido y desesperado”.
La súplica no es simplemente pedirle a Dios que haga lo que tú quieres. No es rogarle ni suplicarle que te ayude en tus planes. Al contrario, es una renuncia total a tu voluntad y a tu camino.
Durante siglos, los cristianos han invocado a Dios estando llenos de obstinación, suplicando y clamando: “Oh Dios, envíame aquí, envíame allá, dame esto, dame aquello”. En los últimos días, el Espíritu Santo va a caer con gran poder para producir una sensación de bancarrota espiritual. Despertaremos al hecho de que incluso con todo nuestro dinero, cerebros, programas, ministerios y planes, ni siquiera hemos tocado este mundo. La verdad es que la iglesia ha perdido terreno y se ha vuelto débil y lamentable.
¡Debe haber rendición! Nuestro clamor debe ir acompañado de la voluntad de renunciar a todo lo que en nuestra vida sea diferente a Jesucristo. La siguiente oración demuestra de qué se trata la verdadera súplica: “Ahora pues, Dios nuestro, oye la oración de tu siervo, y sus ruegos; y haz que tu rostro resplandezca sobre tu santuario asolado, por amor del Señor. Inclina, oh Dios mío, tu oído, y oye; abre tus ojos, y mira nuestras desolaciones, y la ciudad sobre la cual es invocado tu nombre; porque no elevamos nuestros ruegos ante ti confiados en nuestras justicias, sino en tus muchas misericordias” (Daniel 9:17-18).