El Padecimiento Sin Nombre

David Wilkerson (1931-2011)

“¿Por qué te abates, oh alma mía, y te turbas dentro de mí?… Dios mío, mi alma está abatida en mí” (Salmos 42:5-6).

Los eruditos no están seguros de quién es el escritor de este salmo, pero sí sabemos con seguridad que algo le preocupa. Su alma está profundamente perturbada y no puede explicar por qué. Este salmista está ardiendo por Dios. Anhela al Señor como un ciervo anhela agua (ver Salmos 42:1), tiene sed del Señor, anhela intimidad. Él pregunta: “¿Cuándo vendré, y me presentaré delante de Dios?” (Salmos 42:2).

Nunca dejamos de aprender del padecimiento del salmista. ¿Alguna vez has experimentado este tipo de melancolía inexplicable y tristeza espiritual inesperada y sin nombre? Te va bien y no sabes de ningún pecado conocido en tu vida, pero un día te despiertas con una perturbación profunda en tu alma. Algún tipo de depresión se ha apoderado de ti y no puedes identificarla.

Tengo buenas noticias para ti. ¡Este es un padecimiento de los justos! Golpea sólo a aquellos que tienen hambre de Jesús. No debemos temer tal padecimiento porque el Espíritu Santo tiene parte en él.

He experimentado lo suficiente de la vida para saber que llega un momento en que esto le sucede a todo cristiano. No debemos intentar resolverlo porque no podemos. Hasta donde sabemos, el salmista nunca obtuvo sus respuestas de “por qué”.

Creo que este extraño padecimiento es “el suspiro del Espíritu Santo” dentro de nosotros. Él nos está haciendo saber lo que se siente al estar sin Dios, estar solos sin consuelo, esperanza ni guía. Él nos permite experimentar tan solo una muestra de una condición tan terrible y horrible porque nuestros cuerpos son su templo, y él ha sido enviado para prepararnos como una novia casta para Cristo. Él sabe lo que se necesita para mantenernos sin mancha para el novio.

Lo más importante es que el Espíritu sabe lo importante que es para nosotros clamar a Dios por fuerza y poder diarios. Simplemente no podemos permanecer firmes en este tiempo a menos que tengamos intimidad con el Señor, confiando plenamente en él y huyendo constantemente a su presencia. ¡Estos suspiros en nuestros espíritus son recordatorios de dónde reside nuestra verdadera fuente de poder y esperanza!

 
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