El Poder de la Humildad

David Wilkerson (1931-2011)

La definición de Juan el Bautista de su ministerio fue contundente y simple: “Yo soy la voz de uno que clama en el desierto” (Juan 1:23).

¿Quién fue Juan el Bautista? Las Escrituras dicen que este, el más bendito de todos los profetas, fue el mayor “entre los nacidos de mujer” y un reverenciado predicador de justicia. Las multitudes acudieron en masa para escuchar los mensajes fervientes de Juan. Muchos fueron bautizados y se convirtieron en sus discípulos. Incluso la realeza estuvo bajo su poderosa influencia. Algunos pensaron que era Cristo; otros lo consideraban como Elías resucitado de entre los muertos.

Sin embargo, este osado hombre de Dios rehusó ser exaltado o promovido. Se vació de sí mismo y se retiró continuamente del centro del escenario. A sus propios ojos, ni siquiera era digno de ser llamado un hombre de Dios. Era simplemente una voz salvaje, modesta, retraída y despreocupada por el honor o la utilidad. No le importaba tener un ministerio o ser “usado poderosamente por Dios”. De hecho, se consideraba indigno de siquiera tocar los zapatos de Jesús. Toda su vida estuvo dedicada al “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29).

¡Qué poderosa reprensión para nosotros en esta era de ocupación propia, promoción de personalidades, acaparamiento de influencias, egoísmo y búsqueda de honores! Juan podría haberlo tenido todo, pero clamó: “Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe” (Juan 3:30). El secreto de la felicidad de Juan era que su gozo no estaba en su ministerio ni en su trabajo, ni en su utilidad personal ni en su amplia influencia. Su gozo puro era estar en la presencia del Señor, escuchar su voz y regocijarse en ella. Su gozo estaba en ver a otros, incluidos sus propios discípulos, acudiendo a Jesús, el Cordero de Dios.

La mayor realización que un hijo de Dios puede conocer es perder el yo y todo deseo de ser alguien; y simplemente regocijarse en ser un hijo o una hija que vive en la misma presencia del Señor Jesucristo. Estar totalmente ocupado con Cristo es lo que satisface el corazón.

Que nosotros, como Juan, entendamos que nuestro valor proviene solo de Cristo. Que nuestras almas encuentren su sustento y gozo en él, el autor y consumador de nuestra fe.