El Favor de Dios

Gary Wilkerson

¿Dios concede favor, bendice abundantemente y derrama su gracia sobre corazones hambrientos y expectantes? La respuesta es sí, y lo encontramos ilustrado en el primer capítulo de Lucas.

Un ángel se le apareció a María para anunciarle los asombrosos acontecimientos que estaban por suceder en su vida. “…El ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón que se llamaba José, de la casa de David; y el nombre de la virgen era María. Y entrando el ángel en donde ella estaba, dijo: ¡Salve, muy favorecida! El Señor es contigo; bendita tú entre las mujeres. Mas ella, cuando le vio, se turbó por sus palabras, y pensaba qué salutación sería esta” (Lucas 1:26-29).

Los estudiosos de la Biblia creen que María era muy joven, probablemente una adolescente. Imaginemos lo extraño que debió ser este encuentro para ella. Era una muchacha sencilla de un pueblo y una familia humildes, y un ángel se paró frente a ella: “Entonces el ángel le dijo: María, no temas, porque has hallado gracia delante de Dios. Y ahora, concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS” (Lucas 1:30-31).

María parecía insegura sobre lo que estaba oyendo, lo cual es comprensible. Vivía en una cultura dominada por los hombres, por lo que tenía poca influencia y probablemente pocas expectativas para su vida. Tendría todos los privilegios de ser una buena esposa y madre, pero nada más allá de eso.

Muchos de nosotros somos como María. Nos gustaría ver transformadas nuestras circunstancias. Queremos ver a nuestro pariente enfermo sanado. Anhelamos que nuestro hijo atribulado encuentre un propósito en Cristo o que nuestro tenso matrimonio recupere su antigua alegría. Como María, pensamos: “Señor, mi vida no refleja en absoluto tu favor. Necesito que le traigas tu luz”. ¿Cómo nos sentiríamos si escucháramos una voz del cielo que nos dijera: “Tienes el favor de Dios”?

¡Anímate! Dios quiere favorecerte, especialmente si clamas como María:

“Engrandece mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador” (Lucas 1:46-47).

 
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