Justificados Delante de Dios
Imagínate estar parado ante el trono de Dios sin excusa ni coartada. Satanás, tu adversario legal, está leyendo la lista de cargos con horas, lugares y cada detalle vergonzoso. Él hace acusaciones de orgullo, falta de oración, codicia, infidelidad, y tu corazón te hiere porque tienes que admitir: “Sí, ese soy yo. Yo lo hice todo”.
Parece no haber esperanza para ti. Tú sabes que los ojos de Dios son demasiado santos para mirar el pecado, y su justicia exige que pagues por tus crímenes contra su santidad. No tienes salida.
De pronto, aquí viene tu abogado y defensor. Él extiende sus manos llenas de cicatrices de clavos y sabes que algo está por suceder. Él sonríe y susurra: “No tengas miedo; ninguno de estos cargos continuará. Vas a salir de esta sala libre y completamente perdonado. Cuando termine, a tu acusador no le quedará ningún cargo contra ti”.
Lo mejor de todo es que tu abogado te dice que te ha adoptado como su hermano. Luego te dice que es el hijo del juez, ¡así que ahora también perteneces a la familia del juez!
Sin embargo, todavía queda la cuestión de la justicia. ¿Qué pasa con los cargos en tu contra? Escuchas con absoluto asombro mientras tu abogado defiende tu caso: “Juez, tú sabes que yo cumplí la ley, viviendo una vida sin pecado. Tomé el lugar de esta persona, asumiendo todo el castigo por sus crímenes. A través de estas manos marcadas por los clavos y de mi costado traspasado, brotó sangre para borrar todas sus transgresiones. Todos estos cargos me los pusieron a la espalda y pagué la pena por cada uno de ellos”.
Entonces tu abogado mira a tu acusador y le dice: “Satanás, no tienes motivos para acusar a mi hijo. Cada uno de sus pecados recayó sobre mí y los he perdonado todos por completo. Él no es culpable porque su fe en la victoria de mi sacrificio le da pleno perdón. ¡No tienes ningún caso!”
Mientras el diablo se escabulle de la corte de Dios, puedes oír al Señor declarar: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica” (Romanos 8:33).