La Confrontación de la Cruz
Pensemos en un hombre que está harto de su hábito pecaminoso, pero que cada vez cae más en sus garras. Se ha prometido a sí mismo cien veces que nunca más lo volverá a hacer y, por un tiempo, domina la tentación y disfruta de cierta libertad. Sin embargo, ésta vuelve con mayor fuerza.
Este hombre ha encubierto su pecado, ha mentido al respecto, ha hecho trampa por ello, y eso le ha traído gran dolor. Ya no lo disfruta, pero no puede dejarlo. Simplemente sigue cayendo.
Este hombre sabe que un día tendrá que comparecer ante el tribunal y va por la vida temiendo la exposición y el escándalo. Su pecado lo ha agotado, lo ha encadenado, lo ha engañado. Lo ha llevado a un estado de cansancio en el que apenas puede existir. Está al límite de su capacidad.
En ese estado triste, cansado y agotado, el Espíritu Santo le habla al hombre: “Hay una salida para ti. Hay un lugar de victoria, paz, gozo y novedad de vida. Acepta el llamado de Cristo para correr hacia él y encontrar reposo. Ve a la cruz de Jesucristo”.
Amado, cuando te arrodillas ante la cruz, no escucharás una palabra fácil y suave, al menos no al principio. Aunque la cruz es la única puerta a la vida, vas a escuchar acerca de la muerte en relación con cada uno de tus pecados.
En la cruz, enfrentas la crisis de tu vida, y eso es lo que falta en tantas iglesias. La predicación de la cruz genera una crisis de pecado y de voluntad propia. Te hablará con palabras amorosas pero firmes sobre las consecuencias de continuar en tu pecado. Te dice: “¡Niégate a ti mismo, acepta la muerte en la cruz y sígueme!”
“Y decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, este la salvará” (Lucas 9:23-24).