La Obediencia Abre las Ventanas del Cielo
Se dijo de Cristo que era obediente a su Padre celestial, no por temor sino por el gozo puesto delante de él. Él dejó a un lado todo peso y corrió la carrera con paciencia. Soportó la vergüenza y nunca se desmayó ni se cansó mentalmente porque vio las gloriosas recompensas de la obediencia.
Uno pensaría que nos cansaríamos tanto de nuestra agitación interna que comenzaríamos a tener hambre de las riquezas prometidas en Cristo. Pero el temor no siempre es el mejor motivador; ¡el amor lo es! Después de todo, las advertencias divinas fueron continuamente ignoradas por los hijos de Israel. Incluso la voz audible de Dios y su espantoso trueno no pudieron evitar que bailaran alrededor del becerro de oro. Solo un amor y una reverencia profundos y permanentes podrían haberlos impedido de tal desobediencia.
Es la dulce entrega a la voluntad de Dios, la que nos abre los cielos y nos guía hacia la revelación de quién es él. Las escrituras dicen: "Todo aquel que permanece en él, no peca; todo aquel que peca, no le ha visto, ni le ha conocido" (1 Juan 3:6). ¿Será que, al vivir en desobediencia nos alejamos de Dios? ¿Queremos seguir nuestro propio camino porque nunca hemos tenido una revelación de Cristo, su odio al pecado y su gloria y misericordia? ¡Sí! En pocas palabras, la persona que vive en desobediencia nunca ha visto verdaderamente a Cristo.
Jesús dijo: “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ese es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él” (Juan 14:21).
¿Qué mayor recompensa podríamos desear que Cristo se nos revele? “Ámame lo suficiente como para obedecerme”, dice. “¡Te amaré y te mostraré quién soy!” Puedes leer todo acerca de él, incluso estudiar su naturaleza y sus antecedentes históricos, pero nunca llegarás a conocerlo hasta que des el paso simple y básico de obedecerlo completamente en todas las cosas.
En el mismo momento en que nos rendimos, se libera un maravilloso poder sanador en nuestro hombre interior. No más pavor a Dios, al infierno o al castigo. No más miedo a lo que otras personas puedan hacernos. En cambio, el Espíritu de Dios comienza a inundarnos con una nueva esperanza, gran gozo, paz gloriosa y fe abundante.