Nuestro Sumo Sacerdote
Dios el Padre designó a su Hijo para que fuera nuestro Sumo Sacerdote. Jesús está en gloria ahora mismo como Hombre y Dios a nuestro favor. Está vestido con vestiduras de sumo sacerdote y está ante el Padre intercediendo por nosotros, incluso mientras escribo.
Sin duda el Padre se complace en tener a su Hijo a su diestra. Sin embargo, la Biblia no dice que Jesús ascendió por amor a su Padre. Tampoco dice que ascendió para recuperar su gloria. No, las Escrituras dicen que Cristo ascendió al cielo por nosotros como Sumo Sacerdote. “Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios” (Hebreos 9:24).
Juan vislumbró a Jesús en su ministerio como nuestro Sumo Sacerdote en gloria. Él escribe que Jesús apareció en medio de siete candeleros, que representan a su iglesia, y ministró entre ellos “…vestido de una ropa que llegaba hasta los pies, y ceñido por el pecho con un cinto de oro” (Apocalipsis 1:13).
En el Antiguo Testamento, Dios nos dio un sermón ilustrado del ministerio de un sumo sacerdote (ver Éxodo 30). Todo lo que hizo ilustró la obra y el ministerio de Jesús en gloria.
Entre el Lugar Santo y el Lugar Santísimo en el tabernáculo había un velo, y justo antes de la entrada al Lugar Santísimo había un altar hecho de oro, de tres pies de alto y dieciocho pulgadas cuadradas. Sobre este altar se colocaba incienso y se quemaba en todo momento.
Al sumo sacerdote se le ordenó cuidar las lámparas y las mechas. Cada mañana, cuando entraba al Lugar Santo para encenderlas, él ponía incienso en el altar. El altar tenía que tener siempre brasas encendidas, para que el fuego nunca se apagara. El incienso en la Biblia representa la oración, y el incienso siempre ardiendo en ese altar en el Lugar Santo representa las oraciones de Jesús mientras estuvo en la tierra.
Jesús oraba constantemente por la mañana y por la tarde; de hecho, Jesús dijo que no hacía nada sin escucharlo primero de su Padre en oración. No hubo un día en su vida en el que Jesús no orara por sus discípulos (ver Juan 17:8-11).