La Posesión Prometida del Pueblo de Dios
En un pasaje confuso y aparentemente contradictorio, Dios le dio al patriarca del Antiguo Testamento Abraham la tierra de Canaán “en heredad perpetua” (Génesis 17:8).
Al leer esto, podrías pensar: “¿Cómo pudo Dios prometerles a los descendientes de Abraham una patria permanente? Seguramente Abraham debe haber sabido que la tierra que tenía frente a él no duraría hasta la eternidad”. El Nuevo Testamento incluso nos dice que el mundo será destruido por el fuego, quemará por completo y dejará de existir, después de lo cual el Señor traerá un cielo y una tierra nuevos. ¿Fue esta promesa de una “posesión eterna” a Abraham algún tipo de truco? No puede ser una mera propiedad inmobiliaria. ¿Cómo podría eso ser eterno?
El hecho es que esta tierra prometida era un símbolo de un lugar más allá de la tierra. Creo que Abraham sabía esto en su espíritu. La Biblia dice que mientras Abraham se movía por Canaán, siempre se sintió como un extranjero. “Por la fe habitó como extranjero en la tierra prometida como en tierra ajena, morando en tiendas con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa; porque esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Hebreos 11:9-10).
El corazón de Abraham anhelaba algo más allá de la tierra misma. Él pudo ver el verdadero significado de la bendición de la tierra y se dio cuenta: “Este lugar no es la posesión real. Es solo un sermón ilustrado de la gran bendición que vendrá”. Abraham comprendió el verdadero significado de la Tierra Prometida; sabía que Canaán representaba la redención venidera del pueblo de Dios, el refugio seguro al que el Señor invitaría a su pueblo un día. Jesús mismo dijo: “Abraham vuestro padre se gozó de que había de ver mi día; y lo vio, y se gozó” (Juan 8:56).
El Espíritu Santo le permitió a este patriarca ver a través de los años hasta el día de Cristo. Él sabía que el significado de su Tierra Prometida significaba un lugar de total paz y reposo; y este lugar de descanso es el mismo Jesucristo.
El Señor Jesús es nuestra posesión prometida. Somos suyos, pero él también es nuestro; y Dios nos invita a obtener nuestra posesión eterna por la simple fe.