Semillas de Celos y Envidia
Todos tenemos semillas de celos y envidia en nosotros. La pregunta es: ¿quién de nosotros lo reconocerá? Un predicador puritano llamado Thomas Manton dijo sobre la inclinación humana por la envidia y los celos: “Nacemos con este pecado adámico. Lo bebemos con la leche de nuestra madre”. Está así de profundamente arraigado en nosotros.
Tales semillas pecaminosas nos impiden regocijarnos en las bendiciones y los logros de los ministerios u obras de otros. Su efecto es erigir poderosos muros entre nosotros y nuestros hermanos: “Cruel es la ira, e impetuoso el furor; mas ¿quién podrá sostenerse delante de la envidia?” (Proverbios 27:4). Santiago añade a esto: “Pero si tenéis celos amargos y contención en vuestro corazón, no os jactéis, ni mintáis contra la verdad” (Santiago 3:14). En términos sencillos, este pecado de los celos y la envidia es un veneno amargo. Si nos aferramos a él, no solo nos costará autoridad espiritual, sino que nos abrirá a la actividad demoníaca.
El rey Saúl provee el ejemplo más claro de esto en todas las Escrituras. En 1 Samuel, vemos a David regresando de una batalla en la que mató a los filisteos. Mientras él y el rey Saúl cabalgaban hacia Jerusalén, las mujeres de Israel llegaron para celebrar las victorias de David, bailando y cantando: “Saúl hirió a sus miles, y David a sus diez miles” (1 Samuel 18:7).
Saúl estaba herido por esta gozosa celebración, pensando para sí mismo: “A David dieron diez miles, y a mí miles; no le falta más que el reino” (1 Samuel 18:8). Inmediatamente, Saúl fue consumido por un espíritu de celos y envidia. En el siguiente versículo, leemos sobre el efecto mortal que tuvo en él. “Y desde aquel día Saúl no miró con buenos ojos a David” (1 Samuel 18:9). Trágicamente, después de esto, “fue Saúl enemigo de David todos los días.” (1 Samuel 18:29).
Lo que sucedió al día siguiente debería llenarnos a todos de santo temor: “Mas Saúl estaba temeroso de David, por cuanto Jehová estaba con él, y se había apartado de Saúl” (1 Samuel 18:12). Saúl había sido absolutamente engañado por sus celos. No podía humillarse ante el Señor en arrepentimiento. Si hubiera reconocido su propia envidia y la hubiera arrancado de su corazón, Dios habría colmado de honores a su siervo ungido. Cristo explicó esta verdad del reino de Dios a sus seguidores, diciendo: “Porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla, será enaltecido” (Lucas 14:11).