Suciedad en Nuestros Pies

David Wilkerson (1931-2011)

“Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros” (Juan 13:14).

Los discípulos eran doce hombres amados de Dios, preciosos a sus ojos, llenos de amor por su Hijo, puros de corazón, en plena comunión con Jesús, ¡pero tenían suciedad en los pies! Jesús, en esencia, les estaba diciendo a estos hombres: “Vuestros corazones y manos están limpios, pero vuestros pies no. Se han ensuciado en vuestro caminar diario conmigo. No necesitas que te laven todo el cuerpo, sólo tus pies”. La suciedad que Jesús menciona aquí no tiene nada que ver con la suciedad natural. Se trata del pecado, de nuestras faltas y fracasos, de nuestra entrega a las tentaciones. 

No importa cuán polvorientos y sucios estuvieran los caminos en la antigua Jerusalén, ninguna época ha sido tan sucia como la nuestra. Me pregunto cuántos de ustedes que leen este mensaje en este momento tienen algo de suciedad adherida a ustedes. Quizás la semana pasada caíste en una tentación o le fallaste a Dios de alguna manera. No es que le hayan dado la espalda al Señor. Al contrario, amas al Salvador con más pasión que nunca, pero caíste y ahora estás afligido porque tienes los pies sucios.

Las Escrituras nos dicen: “Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado” (Gálatas 6:1). La palabra griega para falta aquí significa “una caída, un pecado”. Debemos restaurar a todo cristiano que caiga en pecado si hay un corazón arrepentido.

El lavado de pies, en su significado más profundo, tiene que ver con nuestra actitud ante la suciedad que vemos en nuestro hermano o hermana. ¿Qué haces cuando estás cara a cara con alguien que ha caído en un pecado o transgresión?

Debemos tomar la toalla de la misericordia de Dios e ir hacia aquel que sufre. En el amor especial de Jesús, no debemos juzgarlo, exponerlo, sermonearlo ni encontrarle faltas. En cambio, debemos comprometernos a ser sus amigos. Debemos ayudarlo a llegar a la salvación compartiendo la Palabra de Dios que corrige, sana, lava y consuela.