Un Testimonio de Total Confianza
Al final del libro de Génesis, Dios había elegido a un pueblo pequeño e insignificante para dirigirlo. Él quería levantar un pueblo que fuera un ejemplo vivo de su bondad para con el mundo pagano. Para lograr tal testimonio, Dios llevó a su pueblo a lugares que estaban fuera del control de ellos. Aisló a Israel en un desierto donde sólo él sería su fuente de vida, atendiendo todas sus necesidades.
Israel no tenía poder sobre su supervivencia en ese lugar desolado. No podían controlar la disponibilidad de comida o agua. No podían controlar su destino porque no tenían brújulas ni mapas. ¿Cómo comerían y beberían? ¿En qué dirección irían? ¿Dónde terminarían?
Dios lo haría todo por ellos. Los guiaría cada día con una nube milagrosa, una que brillaba por la noche y disipaba la oscuridad ante ellos. Los alimentaría con comida del cielo y les proporcionaría agua de una roca. Sí, cada necesidad sería suplida por el Señor; y ningún enemigo podría vencerlos.
“Desde los cielos te hizo [Israel] oír su voz, para enseñarte; y sobre la tierra te mostró su gran fuego, y has oído sus palabras de en medio del fuego” (Deuteronomio 4:36).
Las naciones que rodeaban al antiguo Israel estaban llenas de “otros dioses”, ídolos hechos de madera, plata y oro. Estos dioses no podían amar, guiar o proteger a las personas que los adoraban. Sin embargo, cualquiera de las naciones podría mirar a Israel y ver un pueblo especial a quien Dios llevó a través de un terrible desierto. Verían a un Dios que hablaba a su pueblo, que amaba y sentía, que respondía a las oraciones y hacía milagros. Aquí estaba un Dios vivo, uno que guiaba a su pueblo en cada detalle de sus vidas.
Dios levantó un pueblo que sería entrenado por él. Tenía que haber un pueblo que viviera bajo su autoridad, que confiara en él completamente, dándole el control total de todos los aspectos de sus vidas. Ese pueblo se convertiría en su testimonio al mundo.