DULCE RENDICIÓN A DIOS
En el momento en que nos rendimos a Cristo y nos comprometemos a la obediencia absoluta a él, se libera un poder maravilloso en nuestro hombre interior. El miedo a lo que los hombres puedan hacernos, se desvanece. No hay más pavor de Dios, del infierno o de retribución. Y en lugar de pesar, dolor, preocupación y angustia, el Espíritu de Dios nos inunda con una nueva luz, una fresca esperanza, un gran gozo, una gloriosa paz y una abundante fe.
Se dijo de Cristo que él soportó y fue obediente a su Padre celestial, no por temor, sino por el gozo que estaba puesto delante de él. Él dejó a un lado todos los pesos; corrió la carrera con paciencia; sufrió la vergüenza; nunca se desmayó ni se cansó en su mente, todo esto, porque él vio las gloriosas recompensas de la obediencia. Gozo indescriptible. Paz. Descanso. Libertad. Plenitud.
El miedo no es el mejor motivador hacia la obediencia, el amor sí lo es. Es la dulce rendición a la voluntad de Dios lo que nos abre los cielos. Es el entregar cada pecado, cada acto de desobediencia, lo que nos concede la revelación de quién es Cristo en realidad. La Escritura dice: “Todo aquel que peca, no le ha visto, ni le ha conocido” (1 Juan 3:6).
¿Podría ser posible que nosotros, viviendo en desobediencia, ya no lo conozcamos? ¿Podría ser que continuemos satisfaciendo nuestros deseos porque nunca hemos tenido una revelación de Cristo, su odio al pecado, su absoluta santidad, su gloria y misericordia? En lenguaje sencillo, el que vive en desobediencia nunca ha visto realmente a Cristo ".
Jesús dijo: “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él” (Juan 14:21).
¿Qué mayor recompensa por amar la obediencia podríamos desear que el hecho de que Cristo mismo se revele a nosotros? Él dice: “Ámame tanto como para obedecerme. ¡Entonces yo te amaré y te mostraré quién soy!”