EL TEMPLO DE DIOS EN LA TIERRA

Gary Wilkerson

Somos el templo de Dios en la tierra, nuestros cuerpos son la morada de Su Espíritu Santo (Véase 1 Corintios 6:19). Sin embargo, existen ciertas cosas que no debiesen tener cabida en nuestro templo, porque pueden apoderarse de nuestra pasión por Él.

Cuando Jesús comenzó a volcar las mesas en el templo (Juan 2:13-17), estaba volcando más que tan solo el oficio de los cambistas. Estaba volcando un sistema religioso que durante milenios había dependido de los sacrificios de animales para agradar a Dios. Cristo estaba afirmando, en esencia: “La relación con el Padre ya no se basará más en sacrificios de ovejas, cabras y palomas, sino que va a estar basada en Mi sacrificio para ti de una vez y para siempre”.

Esa escena en el templo ofrece una analogía para nuestro tiempo. Muchas congregaciones de hoy están llenas de ruido y actividad. Hay muchos programas listos, desde viajes de misión en el extranjero, hasta alcances en la propia comunidad o docenas de pequeños grupos de compañerismo. Los servicios de adoración pueden estar llenos de luces brillantes, sonido potente e increíble energía. Sin embargo, a veces en medio de toda esta actividad tan animada, falta algo en el centro: el mismo Jesús.

Sin Cristo como centro de nuestras actividades, nuestras iglesias están muertas. No importa cuán duro trabajemos para hacer cosas para servirle y honrar Su nombre, ninguno de nuestros "sacrificios" en sí mismos pueden lograr verdaderos resultados para Su reino. Desde el exterior nuestras reuniones pueden parecer honestas, pero si no mantenemos el enfoque en Jesús, seremos iglesias llenas de huesos de muertos.

El sistema de sacrificios de animales nunca fue plenamente la intención de Dios para representar Su reconciliación con la humanidad pecadora. Al igual que la institución de los reyes de Israel, era un sistema imperfecto, sin embargo, Dios lo permitió, utilizándolo simbólicamente para señalar algo más alto y mejor.

Dios demostró esto con Abraham. En ese tiempo antiguo, las culturas orientales sacrificaban animales y a veces hasta niños para apaciguar a sus dioses enojados. Cuando el Señor le dio instrucciones a Abraham para que llevara a su hijo a la montaña para sacrificarlo en un altar, Abraham obedeció ciegamente. Esa reacción puede parecer extraña para nosotros hoy, pero deja entrever el temor que los pueblos antiguos tenían hacia sus dioses. Cuando tu dios hablaba, saltabas -de lo contrario, era posible que enfrentes hambre o pestilencia. Era una obediencia basada en el temor.

Pero Abraham percibió que su Dios era diferente. Y, en verdad, Dios estaba a punto de demostrar a Abraham que no era como Moloc, a quien la gente sacrificaba niños. Cuando Abraham levantó el cuchillo sobre Isaac, Dios lo detuvo (Ver Génesis 22:11-12). Entonces Dios proveyó un carnero para ser sacrificado. Él declaró a su siervo y a todo creyente en cada época: “No necesito tu sacrificio para Mí. Yo me voy a sacrificar por ti”. Dios volcó las mesas por completo, tal como lo hizo Jesús cuando entró en el Templo.