Muéstranos tu gloria

Anhelamos ver nuestras iglesias transformadas, llenas del poder y la gloria de Dios. El libro de Hechos nos muestra el camino.

En Hechos 3, Pedro y Juan fueron parte de un histórico despertar espiritual en Pentecostés. Los seguidores de Jesús se habían reunido en el aposento alto cuando el Espíritu Santo vino y llenó a todos en el lugar. Como había una multitud afuera, Pedro fue animado por el Espíritu Santo para predicar – y tres mil personas vinieron a Jesús en solo una hora.

Pedro y Juan iban caminando al templo cuando encontraron un mendigo que no podía caminar. Cuando el hombre le pidió limosna, Pedro le dijo: “No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda!” (Hechos 3:6). El mendigo fue sanado instantáneamente. Este fue un milagro que tuvo un efecto rotundo: “Y teniendo asidos a Pedro y a Juan el cojo que había sido sanado, todo el pueblo, atónito, concurrió a ellos al pórtico que se llama de Salomón.” (3:11). Aquí había otra asombrosa escena de la gloria de Dios manifestándose.

Quiero destacar cinco cosas de esta escena que nos dicen mucho a cerca de la gloria de Dios y de cómo él desea manifestarse en la vida de su pueblo.

El hombre sanado se aferró a Pedro y Juan (3:11). La imagen aquí es de alguien agarrándose sin vergüenza y colgándose de la mano para salvar su vida. Es como si este hombre estuviera diciendo: “¡La presencia de Dios es real! Me he sentado aquí durante años pidiendo ayuda pero nunca había experimentado algo como esto. Él ha estremecido mi alma más allá de todo lo que conocía!”

Dios ama a los que se aferran. Él ama un corazón que sigue clamando: “Señor, tu gloria es demasiado grande para dejarla pasar. Me aferro a la esperanza de que tú me des sanidad, me transformes, y de que tu presencia esté en mi vida y en mi mundo.

“Toda la gente” vino a ver qué pasaba (3:11). Cuando Dios revela su gloria con poder, no habrá una respuesta pequeña. La grandeza de su poder exige la atención de todos a su alrededor.

Supongamos que esta curación milagrosa del mendigo hubiera sucedido en la iglesia que yo pastoreo. No seríamos capaces de comprar suficientes sillas para acomodar a las multitudes que vendrían. No me refiero a curiosos que aman el espectáculo. Todos estamos hambrientos del toque de Dios en nuestras vidas. Creyentes y no creyentes están sufriendo hoy en día, vagando perdidos como ovejas sin pastor, hambrientos de algo real. Por eso cuando la gloria de Dios se manifiesta, trayendo novedad de vida, atrae la atención de todos, no solo de unos pocos.

“…Todo el pueblo, atónito…” (3:11). Cuando la gente vio que el mendigo había sido sanado, se maravillaron; “Nada de lo que hemos conocido se compara a esto. ¡Ciertamente Dios está en este lugar!”

Permíteme preguntarte: ¿Tú deseas más de tu vida en Dios? ¿Deseas que su gloria entre a tu hogar, a tu matrimonio, a las vidas de tus hijos y transforme las cosas de modo que todos se asombren? ¿Sabes algo? ¡Dios lo desea! Él quiere que te sorprendas por su gloria y seas transformado por ella. Y él quiere que el mundo a tu alrededor se maraville con su glorioso poder trayendo nueva vida a situaciones donde el fracaso era lo habitual.

La gente “concurrió” o “corrió” (3:11). Yo te pregunto, ¿correrías tú también? La gloria celestial que se manifestó en ese lugar era tan real, tan pura y verdadera, que la gente era atraída como con un imán. Una voz interior les decía que hacia donde estaban corriendo era en realidad hacia el amor, y esto les daba un sentido de expectación: Dios está en movimiento y el hambre de sus almas estaba a punto de ser saciada.

¿Qué hombre, mujer o niño lastimado no iría al lugar donde sus problemas de toda la vida son resueltos por Dios, donde profundas y milagrosas sanidades están ocurriendo? Esto es un verdadero “movimiento de Jesús”. Y esto no ocurre planificando, ingeniando u organizando eventos; esto ocurre cuando Dios se revela. Donde quiera que su gloria se manifieste – ya sea a través de la fiel predicación o de un simple testimonio – la gente correrá a probarlo.

La gente “concurrió a ellos” (3:11). Hay un gran significado en esta palabra “concurrió” (es decir, fue junto a ellos). Estas personas no estaban tratando de conseguir unos más que otros. Ellos eran como uno solo, cada uno humillado por el majestuoso poder de la presencia de Dios.
Su gloria tiene ese efecto. Nos unifica en el temor. De hecho, es lo que Dios desea para nosotros – para dejar de lado nuestras diferencias, perdonar las ofensas, dejar nuestras ofrendas en el altar e ir por quienes necesitan nuestro perdón o que nos perdonen.

No podemos esperar un glorioso e imponente mover de Dios entre nosotros si nos aferramos a una lengua que habla maldad, un corazón que cocina rencores, un espíritu que se rehúsa a perdonar a los demás. ¿Por qué los no creyentes correrían a una iglesia donde el rencor y la división son habituales? Las obras gloriosas de Dios se tejen en nuestros corazones unidos – ¿pero cómo podemos ser tejidos si nos negamos a dejar atrás nuestras divisiones?

¿Por qué la gloria de Dios se manifiesta en algunas iglesias y personas pero no en otras?

Pedro da una respuesta en la escena del Templo. Él dijo a la gente maravillada: “Varones israelitas… El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su Hijo Jesús…" (Hechos 3:12-13).

Dios ha puesto toda su majestad, gloria y poder en una sola fuente: Cristo. Su gloria no se da a conocer a hombres inteligentes y poderosos o a través de brillantes planes o ingeniosas estrategias. Su gloria se encuentra en una sola fuente: su hijo Jesús.

Esa es y siempre ha sido la esperanza de la iglesia. Si nosotros queremos la gloria de Cristo en nuestras vidas y en nuestras iglesias, no vendrá por medio de nuestra fuerza o de nuestros esquemas. Debemos vaciarnos para que él pueda llenarnos. Debemos decir como Juan el Bautista: “Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe” (Juan 3:30).

Tu puedes preguntar: “Sé como vaciarme pero ¿cómo me lleno de la gloria de Dios?” Muchos en el antiguo testamento se preguntaron lo mismo y clamaron: “Señor, ¿cuánto tiempo pasará antes que vengas y muestres tu gloria?”

Moisés lanzó este clamor muy sentido. La versión King James cita la angustia de Moisés claramente: “Entonces él dijo: te ruego que me muestres tu gloria” (Éxodo 33:18). Este “ruego” implica implorar, suplicar cual mendigo, un gemido en el alma, la expresión de una necesidad que simplemente tenía que ser satisfecha.

Dios debe haber estado complacido con la petición de Moisés, porque aceptó revelarle su gloria. Él instruyó a Moisés para ocultarse tras una roca y asomarse brevemente cuando él pasara, porque sabía que ni siquiera Moisés podría contemplar el resplandor de su gloria. Así que Moisés vio la gloria de Dios solo en una pequeña parte – pero ese rayo de gloria lo afectó poderosamente.

La mayoría de nosotros hemos sido enseñados que después que Moisés descendió y se dirigió al pueblo de Israel, debió poner un velo sobre su rostro por que brillaba intensamente. Sin embargo, la Escritura dice: “Y cuando acabó Moisés de hablar con ellos, puso un velo sobre su rostro.” (Éxodo 34:33). Fue después de hablar al pueblo que Moisés cubrió su rostro. ¿Qué fue todo eso?

Pablo lo explica en Segunda de Corintios: “… Moisés, que ponía un velo sobre su rostro, para que los hijos de Israel no fijaran la vista en el fin de aquello que había de ser abolido” (2 Corintios 3:13).

Pablo está haciendo una audaz declaración de que una forma actual de la gloria de Dios puede llegar a su fin. Pablo se refería a la gloria en el rostro de Moisés. Incluso la resplandeciente gloria de la presencia de Dios se desvanecería con el tiempo. ¿Por qué? El resplandor del rostro de Moisés no era permanente.

Sin embargo, Pablo dice que hay un tipo de gloria de Dios que no se desvanece. “Porque si lo que perece tuvo gloria, mucho más glorioso será lo que permanece” (3:11). Pablo está hablando aquí de la gloria de Dios encarnada únicamente en Jesucristo. “Así que, teniendo tal esperanza, usamos de mucha franqueza; y no como Moisés, que ponía un velo sobre su rostro…” (3:12-13). ¡A causa de la gloria de Cristo, nosotros hemos sido vivificados de una forma que ni siquiera Moisés lo fue! Pablo explica:

“Pero cuando se conviertan al Señor, el velo se quitará. Porque el Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad. Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor" (3:16-18).

En Cristo tenemos, dentro de nosotros mismos, una gloria que no se desvanece. Esto es porque nuestra audacia supera incluso a la de Moisés: está investida de poder por el mismo Espíritu de Cristo. Desde que Moisés estuvo en la presencia del Señor, su gloria estuvo siempre con él y el pueblo estaba embelesado por ella. Pero Moisés debía cubrir su rostro para proteger al pueblo de que vieran una gloria que se desvanecería.

Es diferente con nosotros porque gracias a Jesús, la gloria de Dios en nosotros nunca dejará de operar. Ella continuamente nos transforma “de gloria en gloria”. ¡Tenemos una gloria permanente, inmutable e incorruptible!

¡Qué maravilloso es el Dios que servimos! Él dice: “Cuando tú vengas a mi casa en domingo para ser lleno de mi gloria, ésta no comenzará a desteñirse el lunes. No se debilitará el martes de modo que tengas que anhelar que llegue pronto el próximo domingo. Esta no es la forma. Mi gloria reside en ti en todo momento y no se está desvaneciendo – está creciendo!”

Este mensaje no es para una pequeña parte del cuerpo de Cristo. Es una verdad para todos los seguidores de Jesús, desde el más débil al más fuerte, desde el más joven hasta el más viejo. La promesa de Dios de llenarnos con su gloria es sí y amén para todo creyente.

Como Pablo declara, la manifestación de su gloria trae libertad – libertad de la esclavitud del pecado, de la desesperación y la frustración, de la tibieza y la apatía. No hay más velo para nosotros que vivimos en Cristo. Hemos sido transformados por su gloria a su imagen. Esa es la clase de gloria que provoca que la gente se apresure hacia Dios con hambre y sin vergüenza.

Es hora que dejemos de lado todo lo que oculta la gloria de Dios en nuestras vidas. ¿Hay algo en tu corazón que puede dificultar que otros vislumbren la gloria de Dios en ti? ¿Hay calumnia, amargura o falta de perdón en tu corazón? ¿Estás agobiado por los pecados habituales?
Esto no debe continuar. El velo de temor que Satanás ha puesto sobre ti no funcionará más. Su mentira de que eres demasiado débil no tendrá más poder sobre ti. Dios dice que su gloria se deposita en débiles vasos de barro. Su resplandor brilla a través de las personas que están quebrantadas de corazón, cuyas vidas están en crisis. Cuando nuestro Señor manifieste su gloria, él transformará la derrota en victoria, la carnal debilidad en poder celestial.

Cree su palabra para ti: “Tú no estás obligado a llevar una vida de derrota. Tú no tienes que vivir sin un testimonio. Yo me manifestaré en formas que te sorprenderán. Los perdidos serán atraídos hacia mí a través de tu vida, y cuando lo hagan, ellos dirán “Verdaderamente el Señor está en este lugar.””
 

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