Paz y el Espíritu Santo
¿A quién concede Jesús su paz? Tú puedes pensar: “Yo no soy digno de vivir en la paz de Cristo. Tengo demasiadas luchas en mi vida. Mi fe es tan débil”.
Harías bien en considerar a los hombres a quienes Jesús dio su paz por primera vez. Ninguno de ellos era digno y ninguno tenía derecho a ello.
Piensa en Pedro. Jesús estaba a punto de dar su paz a un ministro del evangelio que pronto estaría maldiciendo. Pedro era celoso en su amor por Cristo, pero también lo iba a negar.
Los otros discípulos no eran más justos. Ardieron de ira contra Santiago y Juan por tratar de eclipsarlos. Allí estaba Tomás, un hombre de Dios que era dado a la duda. Todos los discípulos estaban tan faltos de fe, que Jesús se asombró y se estresó. De hecho, en la hora más inquietante de Cristo, todos lo abandonarían y huirían. Incluso después de la Resurrección, cuando se corrió la voz de que “Jesús ha resucitado”, los discípulos tardaron en creer.
¡Qué cuadro!: Estos hombres estaban llenos de temor, incredulidad, desunión, tristeza, confusión, competitividad, orgullo. Sin embargo, fue a estos mismos siervos atribulados a los que Jesús les dijo: “Les voy a dar mi paz”.
Los discípulos no fueron elegidos porque eran buenos o justos; eso está claro. Tampoco fue porque tenían talento o habilidades. Eran pescadores y jornaleros, simples y humildes. Cristo llamó y eligió a los discípulos porque vio algo en sus corazones. Cuando los vio, supo que cada uno se sometería al Espíritu Santo.
En este punto, todo lo que tenían los discípulos era una promesa de la paz de Cristo. La plenitud de esa paz les sería dada en Pentecostés. Ahí es cuando el Espíritu Santo vendría y moraría en ellos. Recibimos la paz de Cristo, del Espíritu Santo. Esta paz llega a nosotros cuando el Espíritu nos revela a Cristo. Cuanto más desees de Jesús, más te mostrará el Espíritu de él; y tendrás más paz verdadera de Cristo.