Perdóname, Señor, Por Hacerte Llorar

David Wilkerson

Lucas 19 nos da una gran imagen de Jesús haciendo su entrada triunfal a Jerusalén. La imagen es de Cristo acercándose a la ciudad montado sobre un pollino en medio de alabanzas de una gran multitud. Comenzó en el monte de los Olivos, y a medida que se acercaba a la ciudad, la muchedumbre iba siendo mayor. Pronto, la gente estaba tendiendo sus mantos ante él, ondeando ramas de palmeras y gritando: “¡Él está aquí! La hora se ha cumplido para que llegue el rey de Israel. La paz ha venido sobre Jerusalén. Finalmente ¡el reino está aquí!”

¿Por qué había tal regocijo, tales hosannas? Porque “ellos pensaban que el reino de Dios se manifestaría inmediatamente” (Lucas 19:11). En la mente de las personas, Jesús anunciaba la llegada del prometido “reino de Dios sobre la tierra”.
 
Pero lo anterior no significa que ellos confiaran en él como su Mesías. Su único pensamiento era que el reino de Dios había iniciado: “¡Adiós, régimen romano! No habrá más guerras, porque nuestro rey se levantará con espada y vencerá a todos nuestros enemigos. Veremos paz en Jerusalén y en Israel, sin más esclavitud ni escasez de alimento. Al fin Dios ha enviado a su esperado rey”.
 
Nadie en aquella escena habría esperado lo que ocurrió a continuación. Mientras Jesús descendía del monte y las multitudes le gritaban alabanzas, echó una mirada sobre Jerusalén y rompió en llanto. “Y cuando llegó cerca de la ciudad, al verla, lloró sobre ella” (Lucas 19:41). ¡Aquí está Dios mismo en carne y hueso, llorando!
 

El concepto de un Dios que llora es despreciable en la mente de los impíos: “¿Dios llorando? ¿Por qué alguien querría una deidad que muestre debilidad?”

Sin embargo, lo que Jesús hizo ante Jerusalén fue llorar. ¿Cuál era la razón de sus lágrimas? La descarada incredulidad de las personas. Usted podrá pensar: “Pero estas multitudes estaban cantándole alabanzas a él, gritando hosannas. Eso no me suena a incredulidad”. Pero las Escritura nos dice que Jesús conocía lo que había en el corazón de los hombres. Y el hecho es que, estas mismas multitudes serían endurecidas con una incredulidad asesina hacia él en muy poco tiempo.
 
Era en este increíble momento de la historia de Israel que Jesús dijo con angustia acerca de la dureza de la gente: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta a sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!” (Mateo 23:37).
 
Hay que recordar que estas son las mismas multitudes que habían visto a Jesús hacer increíbles obras en medio de ellos. Los ojos de los ciegos fueron abiertos, oídos sordos pudieron oír, los cojos andaban y los muertos fueron resucitados, siendo testigos todos de aquellas cosas. Sin embargo, a pesar de tan vivas pruebas del cumplimiento de las profecías del antiguo testamento acerca del Mesías, esas multitudes supuestamente santificadas por la fiesta, endurecieron sus corazones con incredulidad.
 
En esencia, Jesús le estaba diciendo a la gente: “Les hice milagros, señales, maravillas. Suplí sus necesidades, sané sus enfermedades y los alimenté milagrosamente. Les he dado cada ejemplo de amor que el Padre me envió a representar. Pero ustedes han rechazado ese amor”.
 
Mientras Jesús miraba hacia la ciudad, pudo ver a futuro el horrible costo de su dureza de corazón. No le estaba deseando a ni una sola persona de aquella multitud que pereciera. Aun los amaba, y escuchamos ese amor en sus palabras quebradas (voz quebradiza): “He aquí vuestra casa os es dejada desierta” (Mateo 23:38).
 
De hecho, Jesús vio el día que vendría en pago de su incredulidad, y les profetizó: “Porque vendrán días sobre ti, cuando tus enemigos te rodearán con vallado, y te sitiarán , y por todas partes te estrecharán, y te derribarán a tierra, y a tus hijos dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación” (Lucas 12:43-44, énfasis añadido).
 
Cristo sabía que en aproximadamente 70 años después que el general romano Tito invadiría Jerusalén y arrasaría con la ciudad. Sus poderosas murallas se vendrían abajo y el templo sería destruido, aterrorizando a toda la nación. ¡Qué horrible paga vería Israel por su descarado rechazo al amor de Dios!
 
Y ese mismo tipo de incredulidad permanece hasta hoy: ¿Cómo se siente Jesús con respecto a la dureza y malicia hacia él en estos tiempos? Hay una actitud mundial de rebelión y blasfemia que dice: “No nos someteremos a ninguna regla de Dios”. Sé lo que yo personalmente sentiría ante esta actitud: Una profunda tristeza mezclada con enojo. Muy a menudo le pregunto al Señor: “¿Cómo puede el mundo alejarse por tanto tiempo y mofarse de ti de una forma tan terrible?
 
Me pregunto si mientras Jesús lloraba sobre Jerusalén, ¿también habrá sentido las heridas por la dureza del mundo que vendría? ¿Previó que la vasta población de la tierra se estaría  mofando de su nombre aún dos milenios después? ¿También pudo sentir heridas de futuros creyentes, quienes aun estarían rechazándole en los siglos por venir? ¿Derramó parte de sus lágrimas por todos los juicios que vendrían como resultado de la incredulidad?
 
Piensa qué tan poderosamente se ha extendido el evangelio a lo largo de los siglos. Miles y miles de ministros y misioneros ahora predican a Cristo en el mundo entero. Una multitud de organizaciones caritativas hacen interminables trabajos de compasión en Su nombre. Y mucha gente olvidada testifica de Su amor en medio de terribles persecuciones en todo el mundo. Cada vez que se acerca la próxima crisis o una intensa prueba, ellos comienzan a echar a rodar sus dudas.
 
Se nos dice a través de los salmos y otros escritos de sabiduría que tenemos un Dios que ríe, llora, se aflige, quien es tocado por los sentimientos de nuestras debilidades; el mismo hombre de carne y hueso que fue Dios sobre la tierra es ahora un hombre glorificado por la eternidad.
Sin duda alguna, nuestro Señor es un Dios que siente. Y yo me tengo que preguntar: ¿Cómo puede Jesús no ser herido por la gran incredulidad que está tomando lugar alrededor del mundo de hoy?
 

Piensa acerca de la incredulidad de los discípulos en el bote con Jesús, cuando éste comenzaba a hundirse por las turbulentas olas. Qué herido se debió de haber sentido Jesús cuando le dirigieron estas palabras de incredulidad, acusándolo: “Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos?” (Marcos 4:38). 

¿O qué tal cuando Jesús alimentó milagrosamente una multitud de 5000 y luego de 4000 personas con tan solo unos cuantos peces y panes? El milagro lo hizo dos veces, alimentando a un total de 9000 hombres, sin contar mujeres y niños en aquellas escenas. Pero aun después de esta increíble obra, los propios discípulos de Jesús estaban llenos de incredulidad. Después de alimentarlos milagrosamente, Cristo les habló acerca de la levadura de los fariseos, “y ellos discutían entre sí, diciendo: Es porque no trajimos pan” (Marcos 8:16).
 
Jesús se ha de haber quedado asombrado de sus palabras. Acababa de multiplicar los panes para la multitud ante los propios ojos de sus discípulos. Claramente se vio ofendido mientras les respondía: “¿Qué discutís, porque no tenéis pan? ¿No entendéis ni comprendéis? ¿Aun tenéis endurecido vuestro corazón? ¿Y teniendo ojos no veis, y teniendo oídos no oís? ¿Y no recordáis? Cuando partí los cinco panes entre cinco mil, ¿cuántas cestas llenas de pedazos recogisteis?... ¿Cómo aún no entendéis?” (Marcos 8:17-19, 21).
 
¿Tuvo Jesús que derramar lágrimas en ese momento? ¿Acaso estaba llorando por la incredulidad de sus discípulos cuando le acababan de ver hacer lo imposible? ¿Lloró porque se dio cuenta de que a pesar de su amor que obra milagros, ellos aún no confiaban en él?
 
¿Qué decir después de la resurrección, cuando Jesús se apareció al lado de dos de sus discípulos camino a Emaús? ¿Recuerdas lo abatidos que estaban ambos, cuando aun no se daban cuenta quién era el que caminaba con ellos? Jesús les preguntó qué era aquello que les preocupaba y ellos le contestaron: “¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no has sabido las cosas que en ella han acontecido en estos días?... Nosotros esperábamos que él fuese el que había de redimir a Israel... Aunque también nos han asombrado unas mujeres de entre nosotros, las que antes del día fueron al sepulcro [después de la crucifixión]; y como no hallaron su cuerpo, vinieron diciendo que también habían visto visión de ángeles, quienes dijeron que él vive. Y fueron algunos de los nuestros [los discípulos] al sepulcro, y hallaron así como las mujeres habían dicho, pero a él no le vieron” (Lucas 24:18, 21-24).
 
Tan pronto y los discípulos no encontraron a Jesús en la tumba, no creyeron. Y ellos menospreciaron el testimonio de las mujeres quienes les llevaron las noticias de la resurrección, dadas por los ángeles.
 
¡Qué hiriente debió de haber sido para Jesús! Aun la iglesia en su día no creyó en su resurrección. Fue entonces en el camino a Emaús con los dos discípulos incrédulos que Jesús les hizo este reproche: “¡Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria?” (Lucas 24:25-26).
 
Sus propios seguidores no recordaban ni creían las palabras que les había dicho acerca de su muerte, sepultura y resurrección. Podemos ver la misma reacción de dolor en Cristo cuando se le apareció a todo el grupo: “Finalmente se apareció a los once mismos, estando ellos sentados a la mesa, y les reprochó su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que le habían visto resucitado” (Marcos16:14). La palabra “reprochar” aquí significa reprobar.
 
Algunos lectores se podrán sorprender por qué nuestro gentil y compasivo Señor habló tan fuertes palabras a sus discípulos. Pero los relatos de los evangelios lo hacen muy claro: Cristo estaba profundamente conmovido por su incredulidad. Estos hombres eran sus amigos más cercanos, su círculo íntimo; aquellos a quienes él había escogido personalmente para servir y ser pilares de su iglesia. Pero evidentemente, cuando Jesús entró en el aposento alto, les oyó hablar como si no hubiese resurrección, un Cristo muerto, y la dureza de su corazón le hizo llorar.
 

Las heridas más profundas vienen de nuestro círculo más íntimo: la gente más cercana a nosotros, aquellos más estimados en nuestros corazones, amigos en quienes ponemos nuestra confianza. 

Cuando pienso en aquellos que promovieron “El Código Da Vinci” y “El Evangelio de Judas”, aquellos que tratan de expulsar a Dios de nuestra sociedad, quienes se burlan y maldicen el nombre de Cristo, me doy cuenta que ninguno de ellos puede herir a nuestro Señor y Salvador. La incredulidad y dureza de corazón de tales impíos es de esperarse. Jesús mismo dijo: “Los hijos del diablo hacen lo que su padre les dice”. Sus acciones son una simple evidencia de instrucciones dadas desde el infierno. Le agradezco a Dios por cada defensor de la fe que, tranquilamente, toma su pluma y expone las mentiras de Satanás.
 
Es la incredulidad de la inmensa multitud de creyentes apáticos que asiste a la iglesia la que hiere a nuestro Señor. Cuánto le ha de doler ver a su pueblo alabarle, testificar de su bondad y poder, predicando sermones elocuentes acerca de fe, pero Dios sabe que es un servicio tan solo de labios. En momentos de crisis, muchos de esta misma gente se apartan de su fe, pensando que Dios no tiene cuidado de ellos.
 
Pero incluso ellos no son las personas que hieren más profundamente a Jesús. Sus heridas más profundas son hechas por sus más cercanos e íntimos amigos. Sabemos por las Escrituras que Dios no hace acepción de personas, lo que significa que no muestra favoritismo cuando vienen a la salvación; todos son salvos por fe solamente. Pero Cristo tuvo un círculo íntimo de amigos cercanos, gente en la que él especialmente confiaba. De hecho, podemos ver una amistad humana con Dios en ambos testamentos: cuando el Señor llama a Abraham su “amigo”, cuando Moisés fue escogido para hablar cara a cara con el Señor, y así a lo largo de los evangelios.
 
¿A quién tenía Jesús en su círculo íntimo? Los escritores de los evangelios dicen una y otra vez que el círculo de Cristo comprendía a Pedro, Jacobo y Juan. Ellos fueron los únicos a quienes Jesús tomó consigo cuando resucitó a la hija de Jairo. Ellos también estaban con Cristo durante el glorioso momento en el monte de la Transfiguración. Y ellos tres eran los últimos discípulos en estar con Jesús en Getsemaní, cuando les pidió que velaran y oraran. Claramente, aquí está su círculo íntimo de amigos que eran cercanos al Señor.
 
Pero en Betania, Jesús tenía un círculo aún más íntimo. Éste estaba compuesto por Marta, María y su hermano Lázaro. La casa de los hermanos servía para Jesús como de retiro de las multitudes que le apretaban, teniendo a Marta para cocinarle comida, a María una devota convertida, y a su querido amigo Lázaro, en quien Jesús podía confiar. El evangelio de Juan simplemente lo explica así: “Y amaba Jesús a Marta, a su hermana y a Lázaro” (Juan 11:5).
 
Aquí está un hogar en el que Jesús creía, donde él podía sentarse y relajarse, donde podía descansar plenamente. Los tres hermanos eran como una familia para él, y su historia le era familiar. Lázaro enfermó seriamente y sus hermanas le mandaron un mensaje urgente a Jesús: “Señor, he aquí el que amas está enfermo”. Pero Cristo se esperó hasta que Lázaro muriera antes de ir a ellos. ¿Por qué? “Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella”(Juan 11:3-4).
 
Sabemos que Jesús pudo simplemente haber pronunciado una palabra y Lázaro habría sanado. Asimismo, el Señor pudo haber ido con Lázaro a su lecho de enfermedad y haberlo sanado ahí. En cambio, Cristo dijo: “Me alegro por vosotros, de no haber estado allí, para que creáis; mas vamos a él” (Juan 11:15).
 
Una cosa es creer para la sanidad de un hombre enfermo y otra es creer que un hombre muerto pueda ser traído de nuevo a la vida. En esta escena, Jesús estaba dándole una oportunidad a su círculo de amigos para creer en aquello que era absolutamente imposible. Le estaba diciendo a Marta y a María, en esencia: “Me alegro que no estuve ahí cuando las cosas se veían mal. Y ahora me alegro que no actué pronto. Yo he permitido que esta situación haya ido fuera de toda posibilidad, de toda esperanza humana, porque yo quiero que ustedes contemplen mi poder de resurrección”.
 

Este encuentro no tenía mucho que ver con la muerte de Lázaro, sino con la muerte misma de Cristo. Piénselo por un momento: cuando el tiempo viniera para que Jesús enfrentara la cruz, ¿cómo podrían sus seguidores creer que él resucitaría? Había solo una forma en que ellos lo creerían: y eso era para Jesús, ahí en Betania, con sus amados amigos, entrar en la más desesperanzada situación y trabajar sus propósitos ante lo humanamente imposible.

Estoy convencido que Jesús no habría querido confiar esta experiencia a alguien fuera de su círculo íntimo. Tales cosas fueron reservadas para aquellos que intimaban con él, quienes no pensaban como el mundo piensa. Como puede ver, es en solo este tipo de amigos, personas que conocen el corazón de Cristo y confían absolutamente en él, que él puede producir una fe que no pueda ser movida.
 
El hecho es que, Jesús sabía todas las dificultades que vendrían a futuro sobre la vida de estos seres queridos. Él sabía cada enfermedad y tragedia que enfrentarían. También sabía de la destrucción que estaba por venir sobre Jerusalén. Y él quería ver ahora en ellos una fe que confiara en su cuidado sin importar la calamidad que enfrentaran. Él sabía que ésta sería la única cosa que podría ayudar a sobrepasar lo que estaba por venir.
 
Cuando Jesús finalmente llegó, las primeras palabras de Marta hacia él fueron: “Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto. Mas también sé ahora que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo dará”. Estas palabras pueden sonar llenas de fe de parte de Marta. Pero cuando Jesús le respondió “Tu hermano resucitará”, la respuesta de Marta estaba dejando ver: “Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día postrero”. En otras palabras: “Todo está terminado por ahora, Jesús. Llegaste tarde”.
 
Jesús le contestó: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?” (Lucas 11:21-22, 23-24, 25-26).
 
En otras palabras, Cristo le estaba diciendo: “No Marta, Yo soy la resurrección y la vida. Cree en mi, y nunca morirás”. De nuevo, no estaba hablando acerca de Lázaro, sino de su propia muerte y resurrección. Para él, la resurrección de Lázaro ya era un asunto arreglado: “Marta, ¿no crees que yo puedo ir aun dentro de la tumba y hacer lo imposible para ti y María, todos los días de tu vida?”
 
Hasta este punto, “Marta se fue por su camino” (Lucas 11:28). Y eso es lo que muchos de nosotros hacemos en tales situaciones. No aclaramos el asunto con Jesús, buscándole con fe: “Oh Señor, ayuda mi incredulidad”. En cambio, simplemente nos alejamos, de nuevo a nuestras dudas y temores. Y eso hiere al Señor. Evidentemente, Marta no entendió que Jesús quería más que fe de su parte para esa crisis. Cristo quería detener todas sus tendencias incrédulas, y comenzar una eterna confianza en él, que la vería a través de cualquier prueba.
 
Jesús después llamó a María. “María, cuando llegó a donde estaba Jesús, al verle, se postró a sus pies, diciéndole: Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano”. Aun la devota María dijo las mismas palabras a Jesús que las de su hermana. Jesús “se estremeció en espíritu y se conmovió” (Lucas 11:32, 33).
 
La incredulidad de Marta le debió haber herido suficientemente. Estoy seguro que Jesús esperaba más de María. Pero mientras él la observaba llorar lamentablemente, sin esperanza, él se “estremeció”, palabra que significa “indignación”. De la misma manera, la palabra “conmovió” se refiere a “desagradó”.
 
Fue ahí cuando Jesús preguntó: “¿Dónde le pusisteis?”. Mientras Marta le escuchaba ordenar remover la piedra, ella protestó: “Señor, hiede ya, porque es de cuatro días”. Aquí había aun más incredulidad. Es aquí cuando leemos: “Jesús lloró”.
 

Debe haber miles de definiciones que describan la razón por la cual Jesús lloró. Pero para mí, este pasaje se ha vuelto uno personal. Mientras meditaba en él, y oraba: “Señor, no quiero saber lo que algunas doctrinas dicen. Yo quiero sentir lo que tu sentiste”.

Jesús nos manda llorar con los que llorar, y posiblemente pudo haber llorado por el dolor que había alrededor de él en ese día. Pero el hecho es que Jesús ya sabía que Lázaro pronto saldría de la tumba. Así que sus lágrimas debieron de haber sido por alguna otra cosa también.
 
Hebreos nos dice: “¿Y con quiénes estuvo él (Dios) disgustado cuarenta años? ¿No fue con los que pecaron… aquellos que desobedecieron? (Hebreos 3:17,18). Mientras vuelvo a la escena de la tumba de Lázaro, comienzo a sentir algo del corazón herido de Jesús. Piénselo: parece que nadie en toda la tierra en ese momento estaba creyendo en Cristo de forma plena. Los judíos no lo aceptaban. Aún los pilares de su iglesia se mostraban incrédulos. Y ahora su círculo íntimo de amigos mostraba una falta de fe. Jesús sabía que él pronto estaría dejando la tierra, así que, ¿qué habrá sentido en ese momento?
 
Ahora debo preguntarle: ¿Las cosas son diferentes hoy en día? ¿Quién en este mundo cree que Jesús es el Dios de lo imposible? Cuando el Hijo del Hombre se inclina a la tierra, ¿haya fe?
 
Recientemente estaba tomando una “caminata de oración” con respecto a la salud de varios miembros de la familia. Mientras recordaba este pasaje de la Escritura, pronto me encontré orando con lágrimas: “Señor, ellos te hicieron llorar. ¿También yo te he hecho llorar por mi incredulidad? He tenido momentos hermosos contigo a lo largo de cincuenta años, Jesús. Te amo y sé que tú me amas. Pero últimamente he albergado algunas dudas. Me pregunto por qué algunas oraciones no han sido contestadas aún.”
 
Fue ahí que escuché su dulce y quieta voz diciéndome: “Siempre te amaré, David. Siempre te cuidaré de caer y seré fiel en presentarte sin mancha delante del Padre. Pero sí, soy herido por tus momentos de incredulidad y fe inestable”.
 
Así que, amado santo, ¿estás en medio de una prueba abrumadora? ¿Has orado, llorado y suplicado por ayuda, y aun así las cosas parecen sin esperanza? Tal vez tu situación ha ido más allá de toda posibilidad humana y estás pensando: “Es muy tarde”.
 
Yo te digo, ¿estás más confiado en tu crisis que en Dios?. Dios la pudo haber resuelto en cualquier momento, pero esta es su oportunidad de producir en ti la fe firme que necesitas. Él está buscando que confíes en él, no solo en lo que estás enfrentando ahora, sino para cualquier problema imposible de ahora en adelante hasta que llegues a casa con él. No te equivoques: él se goza sobre ti. Pero también te ama lo suficiente como para construir en ti una fe que lo pueda mirar a través de todo.
 
Ora conmigo: “Perdóname, Señor, por hacerte llorar. Ayuda mi incredulidad ahora.” Luego, haz tuyo este versículo: “Pero sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan” (Hebreos 11:6).