RECUERDA LA BONDAD DE DIOS
Las Escrituras nos muestran que David, Job y otros santos del Antiguo Testamento salieron de sus tiempos oscuros, al recordar la fidelidad de Dios para con las generaciones pasadas. David escribió que cada vez que su corazón estaba desolado: “Me acordé de los días antiguos; meditaba en todas tus obras; reflexionaba en las obras de tus manos” (Salmos 143:5). De hecho, multitudes de cristianos piadosos a lo largo de la historia han emergido de su depresión y desánimo, tan sólo de esta forma.
Es una bendición maravillosa recordar todas nuestras liberaciones pasadas. Deuteronomio nos dice: “Te acordarás de todo el camino por donde te ha traído Jehová, tu Dios… Cuídate de no olvidarte…” (Deuteronomio 8:2, 11).
Sin embargo, recordar las liberaciones de Dios era más que una bendición para los santos del Antiguo Testamento. Era una disciplina necesaria. Los israelitas ingeniaron toda clase de rituales y observaciones para recordar las liberaciones del Señor en sus vidas.
De igual manera, hoy, la Iglesia es llamada a recordar las liberaciones pasadas de Dios. Sin embargo, hemos recibido una manera para recordar que es mucho mejor que la de los tiempos del Antiguo Testamento. Como verás, desde los días de David, Dios ha derramado su Espíritu Santo. Y el Espíritu ahora habita en nuestros cuerpos humanos.
El Espíritu Santo no sólo nos consuela en nuestros tiempos de oscuridad. Él no sólo trae a memoria las fidelidades pasadas de Dios. El Espíritu también nos da un entendimiento del propósito detrás de nuestras pruebas ardientes. Y Él lo hace, para que nuestra fe no falle.
Querido santo, Dios no te ha olvidado en tu prueba profunda y oscura. Te dejo con esta palabra de ánimo del salmista: “Porque tú nos probaste, oh Dios; nos ensayaste como se afina la plata. Nos metiste en la red; pusiste sobre nuestros lomos pesada carga. Hiciste cabalgar hombres sobre nuestra cabeza; pasamos por el fuego y por el agua, y nos sacaste a abundancia…Ciertamente me escuchó Dios; atendió a la voz de mi súplica. Bendito sea Dios, que no echó de sí mi oración, ni de mí su misericordia” (Salmos 66:10-12, 19-20).