VIENDO SU GLORIA
“Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo” (Juan 17:24, énfasis añadido). Jesús oró esto por Sus discípulos; y eso nos incluye a nosotros. Él le pidió al Padre que pudiéramos ver Su gloria, es decir, conocerlo.
Hubo ciertos momentos en el Antiguo Testamento cuando Jesús se reveló en forma humana o angelical. Ya sabes lo que pasó en esos tiempos. Cuando Isaías vio la gloria de Dios en el templo, su cuerpo tembló y cayó sobre su rostro. La cadera de Jacob se rompió cuando trató de luchar con el Señor. Cuando Moisés pidió ver la gloria de Dios, el Señor le dijo: “Bien, pero primero tengo que cubrirte la cara. Luego, tengo que esconderte detrás de una roca. Entonces sólo puedo dejar que veas el resplandor detrás de Mí”. En resumen, Él tuvo que proteger a Moisés de la revelación completa de Sí mismo. ¡No era fácil estar en la gloriosa presencia del Santo!
Sin embargo, esto no sólo ocurrió en el Antiguo Testamento. Cuando Pedro se encontró con Jesús, se postró en su rostro, consciente de su indignidad y declaró: “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador” (Lucas 5:8). También fue cierto lo del apóstol Juan, exiliado en Patmos, cuando recibió el Apocalipsis. Cuando la voz del Señor le habló por primera vez, Juan cayó sobre su rostro, aterrorizado. No había frivolidad alguna al tener un encuentro con el Señor.
Sabemos por la Escritura que esta es la respuesta normal que los hombres y las mujeres tienen cuando ven a Jesús. Se plantea la pregunta: ¿Hemos visto a Jesús? ¿Somos transformados por el más mínimo resplandor de Su presencia en nuestras vidas? ¿Qué pasaría si lo vemos como lo hizo Moisés o Isaías o Juan o Pedro?